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HISTORIA

Mi nombre es Yiarella Cisternas, la creadora y fundadora del Ministerio de Restauración en Cristo de Familias Quebradas y la emprendedora detrás de la empresa de Coaching y Mentoring Bienestar y la Sanidad del Alma. Además, me dedico a escribir literatura centrada en Cristo.

 

Al establecer una página, los creadores buscan que se explique quién eres, de dónde vienes y cómo surgió tu empresa. Por lo tanto, resumir la historia de Bienestar y Sanidad del Alma ha sido un desafío en cierto sentido.

 

Para comprender plenamente la esencia de Bienestar y Sanidad del Alma, es necesario remontarse casi al inicio de mi existencia en esta tierra. Desde una edad temprana, me di cuenta de que todo lo que vivía tenía un propósito y mi corazón sabía que mi vida estaba destinada a una causa divina, aunque en aquel entonces no comprendía completamente cuál era esa causa ni cómo se iba a manifestar.

 

Me considero un alma inquieta en constante aprendizaje, plenamente consciente de que cada experiencia tiene su propósito en el tejido de la existencia. Así, la falta aparente de lazos familiares y la huella dejada por la orfandad no lograron zarandearme con la misma intensidad. Fui madre, padre, hermano, hija, abuelo e inclusive hermana de mí misma, una responsabilidad inmensa que supo caracterizar cada etapa vital, desde la adolescencia embriagada por la pubertad hasta los esbozos tempranos de la juventud. Aquellos momentos de efímera alegría y disfrute, tan habituales en la mayoría, me percaté de que me fueron ajenos. Mi ocupación primordial era criar mi ser, curar mis heridas y, por supuesto, aprender a aceptar cada situación como una elección más en el ineludible camino de la vida.

 

Un sendero que me condujo a transitar por innumerables hogares distintos, a una edad demasiado tierna para escribir las memorias de aquellos encuentros. Fui afortunada, si se me permite el término, pues no tuve una familia «convencional». ¿Por qué lo digo? Cada uno de esos hogares por los que transitaba, desempeñando tareas de servicio o niñera, brindándome techo y subsistencia, me otorgaba la oportunidad de adentrarme en un cosmos de peculiaridades. Tenían algo en común, patrones repetidos invariablemente: el odio mutuo, los celos, las disputas, los maltratos, los traumas, los desprecios, los abusos y así sucesivamente. Paradójicamente, a la temprana edad de diecisiete años, alcancé la conclusión de que ser parte de una familia era una carga negativa y me sentí bendecida por haber estado exenta de tales vicisitudes en mi camino.

Sin embargo, llegó el momento de los afectos y conformé mi propia familia. No obstante, mi rechazo hacia el maltrato y la violencia, arraigado en los recuerdos destacados en mi mente, me mantenía en una posición de rigidez mental absoluta. Como resultado, cualquier cosa que se cruzara en mi camino, según mis principios, era imperfecta y no deseaba comprometerme con nadie. No había espacio para aceptar el abuso ni la imperfección. Por eso, me vi forzada a construir mi familia en solitario junto a mis hijos, quienes en última instancia se convirtieron en mis maestros, pero solo cuando me di cuenta de lo mucho que los había dañado.

 

Mi familia se compone de cuatro hijos, dos mayores y dos menores, nacidos en diferentes momentos y circunstancias. Una descendencia fue criada en medio de la ignorancia y el dolor, mientras que la otra encontró su crianza en un contexto espiritual y emocionalmente sano.

 

La vida, de acuerdo a sus designios, siempre nos presenta desafíos. Mi hijo más joven fue el mayor desafío con el que me encontré. Desde el momento en que emergió de mi vientre, sus ojos, de un azul celestial, parecían decirme «todo estará bien». Sin embargo, lo que presenciaba a diario y lo que lograba captar mi corazón de madre era otra historia.

 

A medida que mi hijo crecía, su comportamiento comenzó a desviarse de lo convencional, manifestando signos cada vez más notorios de un cuadro autista. Esto me sumió en una turbación aún mayor, pues durante cinco años vivió en un mundo silencioso que calaba en lo más profundo de mi ser. Sus conductas, para mí, que ya era madre de tres hijos, resultaban inusuales y desconcertantes.

«Sin embargo, nunca acepté esa situación, al igual que no acepté el embate del cáncer cuando se manifestó en mi vida. En realidad, rechacé firmemente las desgracias que se cruzaron en mi camino. A pesar de su visita constante, siempre les hice frente. Desde el mismo momento de mi nacimiento, desafié con valentía a la muerte y a su amplio abanico de engaños.

 

Fue precisamente por esta razón que comencé a adentrarme en el sendero de la fe cuando mi hijo solo tenía un año de edad, aunque siempre me consideré una rebelde con una causa justa. Busqué el respaldo divino, su auxilio y un milagro para mi amado vástago. Un año después, decidí bautizarme y recibí una llamada como misionera, aunque en aquel momento no pude aceptarla debido a mis responsabilidades maternales.

 

Dedique un año entero a aprender y estudiar las tradiciones y normas en el seno de una institución religiosa. Sin embargo, pronto me encontré en un dilema con respecto a mi relación con ‘Dios’. Mi vida siempre se ha desenvuelto en un contexto espiritual y no podía aceptar que lo que estaba viviendo y practicando fuese el auténtico servicio o seguimiento divino.

 

El mayor obstáculo que encontré en el estilo de vida religioso fue el hecho de que seguía presenciando las mismas dinámicas que alguna vez había presenciado en los hogares de antaño, durante mi infancia y adolescencia. Incluso dentro de las iglesias, encontré el mismo rechazo, envidia, ira, indignación y rebeldía, además de una hipocresía aún más evidente en el ámbito familiar. Existía una escasez de amor genuino, ya que todos se esforzaban en mostrar un espíritu bondadoso y una felicidad aparente. Sin embargo, yo había aprendido a transitar por un mundo herido como todos los demás, y poco a poco me fui dando cuenta de que las cosas no siempre eran como la religión las retrataba.»

Así que pensé en renunciar a Dios porque lo único que veía era hipocresía. Después de un año y medio de haber sido bautizada, decidí renunciar a Dios. En medio de esta crisis, su Espíritu me pidió que cerrara todos los libros y me quedara solo con su Palabra.

 

Así lo hice y literalmente pasaron tres años de formación en los que su Palabra fue ocupando un lugar central en mi vida y en mi persona. Muchas veces me encontraba estudiando desde las 2 de la mañana hasta las 10 a.m.

 

Durante este tiempo, recibí un llamado mayor como profeta y fui ungida para desempeñar esta tarea, aunque en ese entonces no entendía completamente su significado. Mi corazón sabía que esto era una responsabilidad enorme, ya que había estado estudiando su Palabra durante tres años.

 

Durante estos mismos tiempos, también escribí mi primer libro «Mi relación con Dios debe mejorar», el cual nunca pensé que se convertiría en un libro. Solo era mi caos personal.

Después de dos años, recibí un nuevo llamado: la actividad misionera. Acepté de inmediato y me dirigí a trabajar en hogares carenciados, donde compartía un mensaje de reeducación a nivel psicológico, mental y espiritual. Aquí, una vez más, pude percibir el mismo patrón en las familias, pero ahora podía observar con mayor profundidad. Era evidente una gran religiosidad, pero también una lamentable ignorancia espiritual y psicológica en las personas, sin intención alguna de ofender.

 

Transcurridos otros 2 años en esta noble tarea, recibí un nuevo llamado: enseñar a las mujeres acerca del Espíritu Santo. Fue así como surgió el Ministerio de Restauración en Cristo para familias quebrantadas. A medida que profundizaba mis estudios y conocimientos acerca de las dinámicas familiares en su vida diaria, me di cuenta de que la religión no constituía la solución para la restauración de los hogares.

 

Mi objetivo se volvió claro: guiar a las personas hacia una verdadera toma de conciencia, hacia el compromiso que el ser humano debe tener con Dios. Y, sobre todo, enseñarles a vivir en el reino no desde prácticas religiosas, sino desde lo cotidiano.

 

Así nace Bienestar y Sanidad del Alma. Como resultado de las enseñanzas que he adquirido al relacionarme con distintas familias, he concluido que el verdadero cambio solo puede conducir al hombre hacia un nivel de vida completamente distinto.

 

Como líder espiritual y profeta, nunca he pensado en depender de ofrendas o similares, como han hecho durante años los líderes religiosos. Creo que el mejor ejemplo se encuentra en Pablo, quien trabajaba con sus propias manos para ganarse el sustento. Por ende, en este ministerio y en mi empresa, me esmero en aplicar este mismo enfoque.

 

En consecuencia, creo «programas terapéuticos» que siguen una perspectiva psicológica centrada en Cristo, a través del rol de un coach familiar.

 

El propósito de nuestros programas en bienestar y sanidad del alma es guiar a las personas hacia un cambio trascendental desde lo racional hacia lo espiritual. Pues, los seres humanos, como almas vivientes en cuerpos terrenales naturales, nunca podrán alcanzar la plenitud hasta que comprendan esto, ya que siempre enfrentarán luchas existenciales y problemas en sus relaciones con los demás.

 

El motivo es que intentan construir sus historias desde una frecuencia equivocada. Es por esta razón y en respuesta al llamado que se me ha hecho, que me he especializado como coach y mentora de familias.

 

Cuando recibí por primera vez este llamado, lo rechacé. Pensaba que tenía más experiencia en enseñar cómo destruir familias que en construirlas. Sin embargo, el Espíritu del Padre me hizo entender que, precisamente por esa razón, yo era la elegida, ya que él me enseñaría cómo.

«Porque ahora él me guiaría en el arte de reconstruir familias con base en la voluntad del reino, inculcando la sagrada tarea de Restaurar, Reconciliar y Restituir todas las cosas a su estado original. Y así, han transcurrido ya 13 años desde aquel momento.»